Por amor a un río

Ser movimiento y dejarse fluir

Ser artista del movimiento es un acto de coraje. Lo expreso desde este cuerpo danzado que ha encontrado en el movimiento su casa, su manera de estar y de ser. 

Algunas cosas surgen desde nuestro yo más íntimo y otras son conquistadas, aunque correspondan a una condición natural que habita en todas nosotras: la fluidez. 

La fluidez es la capacidad de unir las piezas, los trazos y los dibujos del cuerpo, para crear unidad e infinitud en el momento en que emergen los movimientos desde nuestra profundidad, es el recorrido del arroyo que permite que nada quede fracturado o separado, uniendo unas formas a otras, es lo inquebrantable. 

Fluidez, sensación líquida de abundante liberación, es un estado de la danza, tal vez el estado más evolucionado del movimiento. Los estados evolucionados no corresponden a los más despampanantes, pertenecen a los más simples, porque representan volver al origen, a lo natural, retornar a ser agua que corre, volver a la gracia de moverse con libertad. Es tener una conexión total que no deja que el pensamiento, la ansiedad, el miedo y demás condiciones humanas la fracturen; es la confianza y la entrega de saberse uno con el movimiento. 

La fluidez no tiene que ver con la calidad de movimiento; es decir, su expresión no se ve representada solamente en un movimiento acuoso, al contrario, está presente en otras calidades y tiempos. Se presenta al provocar el flujo del sentimiento, la fluidez conlleva a la belleza, o de manera más precisa, a la armonía. Es la capacidad de estimular nuestros ritmos corporales, la unión de los sentimientos y las sensaciones del cuerpo, es la generosa entrega. 

Si se rompe el ritmo se perturba el flujo. 

Ser bailarina es más que un acto escénico; desde mi subjetividad, ha sido la manera de entender la vida, por tanto, no puedo comprender la danza sin cuestionarme lo primario: mi relación con el cuerpo.

Me he preguntado muchas veces en qué momento los seres humanos nos alejamos de la fluidez, llegando a estados de entorpecimiento, tosquedad, a esa sensación de sentirse incómodo en el propio cuerpo, de no poder habitarlo y de sentir que hay una desconexión entre nuestra mente y cuerpo, disociándonos y perpetuando la visión platónica de “el cuerpo es la cárcel del alma”. 

El cuestionamiento sobre la fluidez llegó de manera intempestiva a mi por dos vías aparentemente desconectadas. La observación de mi cuerpo y la observación de otros cuerpos no humanos, es decir, de cuerpos de animales, de cuerpos de agua y de las muchas formas que tiene la naturaleza de expresar el movimiento y la fluidez. Notaba que la fluidez es una condición natural, pero en mi cuerpo, a veces se sentía lejana, mucho más cuando el pensamiento se atravesaba en forma de miedos y dudas que saboteaban mi conexión insondable con el movimiento. 

Y entonces, producto del cuestionamiento apareció la respuesta, que obtuve al observar, como de costumbre casi ritual, el recorrido del río que pasaba por mi casa, que visitaba con frecuencia y que me acompañaba en la dicha y la tristeza. 

Déjalo ser, lo que sea, me susurraba el río ante cualquier inquietud que yo llegaba a contarle. “Dejarse ser” suena poético y hasta romántico, pero vuelvo al inicio, es un acto de coraje. Es un acto político que cuestiona por qué los seres humanos llevamos una fractura por dentro, por qué nuestro cuerpo es tan incómodo y tan doloroso, por qué movernos se nos hace cada vez más inútil y por qué no logramos estar en paz con nuestra corporalidad, honrando, cuidando y amando nuestra casa, la casa de la cual nunca podremos prescindir, por lo menos, en esta existencia: el cuerpo.

Ser humano y habitarse se vuelven dos realidades antagónicas, un estado antinatural, porque no es fácil ser y, al mismo tiempo, responder a las muchas demandas, violencias e inquietudes que vienen de un mundo desintegrado que nos corroe y nos obliga a separarnos de nosotras mismas. La crueldad de convertirse en “persona”.

Al respecto Alexander Lowen (2005) expresa: 

El ser humano debió sentirse cómo el Ciempiés que quedó paralizado cuando trato de decidir qué pata iba a mover primero. En el momento en que uno piensa sobre el movimiento, el flujo espontáneo de ese sentimiento a través del cuerpo se interrumpe, produciendo una falta de gracia. La tensión es una restricción en el flujo de energía, en el ser humano la falta de gracia se debe a tensiones musculares crónicas que interfieren en los movimientos rítmicos y naturales de su cuerpo. Cada patrón de tensión representa un conflicto que fue resuelto mediante la inhibición de los impulsos, por tanto, la falta de gracia es resultado de conflictos emocionales reprimidos. (p. 86)

Me estremezco al saberme atada por ideas que me separan de mí misma. El pensamiento debe estar en función de escuchar al cuerpo, pensar nunca puede separarse de sentir; de lo contrario, el pensamiento se convierte en un obstáculo para la expresión del ser. 

Fluidez representa entonces volver a ser una consigo misma. No se puede estar sano y ser un río que contiene un dique que reprime su flujo y recorrido; no se puede experimentar la comodidad de estar “en casa” si no cuestionamos las muchas, perpetuas y cotidianas formas que tenemos de maltratar nuestra corporalidad (aplica para la vida y para la danza).

Para ser río, hay que dejar que el flujo sea libre, el cuerpo debe estar vivo y desahogado.

Recuperar mi estado natural de fluidez ha significado comprender la profundidad de mi oficio, un oficio noble, que exalta lo humano y que me recuerda que sólo puedo alcanzar este estado en mi danza muriendo y renaciendo las veces que sean necesarias, para lograr despojarme de los bloqueos que me impiden disfrutar y expresarme con soltura.

Es un camino y un fin al mismo tiempo; la danza es libertad, y liberarse compagina con despojarse, pero también le concierne a la soberanía. Dejarse fluir no es más que estar cerquita de una misma, para permitirse expresar su verdad, liberar la belleza y armonía del cuerpo, a través de la aceptación, el cuidado, la admiración, el goce y el respeto. Es un estado  puro, de esos que nos cuestan a los seres humanos, pero que puede, posteriormente, representar el triunfo de simplemente ser. 

Ahora, en este presente, no puedo visitar tan seguido al río, pero lo llevo dentro de mí y siempre me recuerda: “Dejarse ser”. 


Bibliografía
Lowen, Alexander. (2005). La voz del cuerpo. España: Editorial Sirio.

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