Segundo grito: un grito compartido

FESTIVAL CORTOSCINÉTICOS 2023 / Obra: Segundo grito / Dirección: Vanessa Henríquez / Coreografía: Diana Salamanca / Asistencia de Dirección: Azud Romero / Dirección musical y cantante: Victoria Laverde / Artistas – creadoras: Luisa Camacho, Azud Romero, Guentcy Armenta, Natalia Gómez, Victoria Laverde, Diana Salamanca, Claudia Ramírez, Diana Ramírez, Vanessa Henríquez / Diseño de vestuario: Rebeca Rocha / Producción: Nancy Moreno / Diseño de iluminación: Luis David Cáceres.

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Si no llorara mi alma
no se quitarían mis penas
Si no cambiara de pieles
Si no cantara en la arena

Es tiempo de mostrar mi llanto
vulnerable y pasajero
de este tan finísimo viaje
la certeza verdadera
Victoria Laverde / Música de la obra


De entrada hacia la sala del teatro, nos encontramos con unos cuerpos femeninos que parecen estatuas, objetos, ¿esculturas o mujeres reales? Posturas rígidas, sonrisas forzadas, gestos difíciles de sostener, sostenidos. Perfectamente sostenidos. Una sensación de incomodidad, ¿debería sentirse así? No… no debería sentirse así. Pero así se siente: tranquilamente intranquilo, contenidamente incontenible. La expresión corporal y visual del grito. ¿Está bien mirar o mejor mirar en otra dirección? Mirar de reojo… nunca de frente. Que no se note que se nota. Que no se sienta que se siente. Seguir andando, como si todo estuviera “bien”, evitando a una mujer-escultura más —esta lleva una camisa de fuerza— antes de encontrar la silla.

En el escenario se ven algunos marcos vacíos y algunos espejos sobre un fondo negro, antes de que comience a oírse la voz de una niña, de una mujer, de una abuela, que habla de su experiencia vital: de cómo decepciona a un mundo que le exige que sea otra cosa, de cómo trata de encajarse en un marco en el que no cabe, en el que no encaja, en el que se fuerza a encajar y de cómo finalmente se libera de unas “rejas que siempre estuvieron sin candado”, para ser protagonista de una nueva historia. A partir de ese momento, asistimos a una serie de escenas, momentos, experiencias, coreografías, en que la danza se mezcla con el teatro, con el canto, con el performance; pero que más que partes de un obra son testimonios vivos, materializaciones de experiencias íntimas, internas, confesiones de las mujeres reales que tenemos frente a nosotros.

Sin duda, uno de los géneros de Segundo grito es el terror, que se construye en parte a través de la escenografía, la iluminación y la actuación; pero que sobre todo se transmite a través del gesto —de esas sonrisas tan perfectas y rígidas que resultan monstruosas, horripilantes— y del sonido —de los gritos, las risas, el llanto y de las melodías que se repiten con un ritmo que a la vez atrae, seduce, incomoda y espanta. Hay una continua sensación de lo ominoso: lo que a la vez resulta exagerado, extraño e innegablemente familiar. Pero, después del terror, asistimos a un proceso de transformación. Del terror de lo fragmentado y monstruoso, a la resolución que se encuentra en el contacto, a la liberación, la presencia y la energía. Segundo Grito es una obra de danza-terapéutica. Es una experiencia que, desde el inicio, atrapa y toca al espectador, toca su cuerpo, su emoción, su pensamiento y no le permite quedarse en una posición neutral. Lo mueve y lo cuestiona sobre cómo relacionarse con lo que está ocurriendo frente a él. 

Hay dos versiones de la obra. Una en la que los espectadores tienen la libertad de desplazarse a través del escenario y escoger dónde ubicarse con respecto a lo que está ocurriendo. Y otra con una distribución más tradicional, en que los espectadores están ubicados en las sillas de la sala y todo ocurre frente a ellos desde el mismo ángulo. Pero en cualquiera de las dos versiones, resulta inevitable cuestionarse y confrontarse: ¿cómo ubicarse frente a lo que está ocurriendo?, ¿qué lugar tomar, cuál puede ser el rol propio en medio de ese proceso?, ¿qué tanto acercarse, qué tanto involucrarse?, ¿quedarse en la distancia y pretender neutralidad, o acercarse más y dejarse afectar y transformar?, ¿será que se tiene el valor para reconocer lo que este ritmo, este proceso, este movimiento, también generan y reflejan en uno mismo?, ¿cómo relacionarse con una experiencia que puede ser incómoda, dolorosa, liberadora o extática, pero que en todo caso no es tranquila?

Esta obra es un proceso, o varios. Por un lado, el proceso que vive cada espectador al tener la experiencia, en la medida en que se ve tocado y confrontado en cuerpo, mente y emoción, por una obra que le pone delante mucho que quizá no ha querido ver: lo doloroso, lo incómodo, lo violento, lo absurdo, lo ridículo, lo forzado, lo inhumano y, sobre todo, lo humano de la experiencia de ser mujer. Lo pone delante y lo transmite, lo contagia como ritmo, como movimiento, como presencia, como cuerpo. Y yo, como espectador, hago parte del movimiento porque lo siento en mi cuerpo y se me queda como sensación, como ritmo y como todo eso visto que ya no puedo dejar de ver. 

Por otro lado, este “Grito Compartido” es el proceso de cada una de las bailarinas que hacen parte de la ejecución y también de la creación. Para quien tiene la experiencia, es evidente que lo que están poniendo estas mujeres ahí no es sólo técnica, arte, sentimiento y creatividad, sino que es su propio proceso vital, íntimo y existencial. Ellas están ahí completas. Y eso se nota porque la escena es sólo el momento más reciente de todo un desarrollo, de un proceso centrado en la danza-terapia, a través del cual estas mujeres se han abierto, han hecho el trabajo de contactar lo que llevan por dentro, de sentir, de hacer consciencia, de expresar en tribu y dejarse ver, y de movilizar a través de la danza todo lo que las habita y atraviesa. Para mí, que he sido testigo de parte de ese desarrollo, resulta claro que se ha tratado de todo un proceso terapéutico, de un exorcismo y un profundo proceso de transmutación. Es el exorcismo de la violencia, del peso, de la exigencia, de la limitación, de esa presión sobrehumana que se requiere para tratar de encajar en estructuras rígidas y frías lo que en esencia es orgánico, ilimitado, natural, único y libre: el ser mujeres, el ser humanas. 

Y, así, asistimos a la transfiguración de La loca, La puta, La monja, La mujer maravilla, La chica fitness, La bailarina de ballet, La amazona y La sirvienta, en Luisa, Azud, Guentcy, Natalia, Victoria, Diana, Claudia, Diana y Vanessa, en mujeres reales y completas, que han escuchado a la abuela interior que les dijo “que decepcionaran al mundo y se sintieran orgullosas de hacerlo”; que están aquí con toda su presencia y con toda su energía, brujas liberadas después del trabajo alquímico que se han atrevido a hacer.

El grito es un gesto que da cuenta a la vez de la impotencia y de la potencia. Da cuenta de toda la dificultad y el sufrimiento, y también de toda la energía que había ahí retenida y que, hoy, se libera. El grito es también canto, llanto, movilización física y vibratoria de esa energía contenida, que si no se liberara implosionaría. Y es, entonces, prueba de que todo lo humano es energía vital, creativa y disponible, una vez que se le permite volver a fluir. Si hay una sensación que me queda a mí después de experimentar este Segundo grito, es esa: la de una gran cantidad de energía liberada y disponible, que puedo sentir en mi propio cuerpo. Una explosión de energía femenina, liberada a través del acto mágico y terapéutico que es esta obra, y disponible para todas las mujeres y todos los hombres que se dejen tocar por ella.


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Este artículo ha sido escrito y publicado en el contexto del proyecto «El cuerpoespín en la escena 2023», con el apoyo de la Beca Estrategias Novedosas del Programa Distrital de Estímulos de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá.

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