Relinchario: todo sobre la mesa

X ENCUENTRO INTERNACIONAL DE ARTES VIVAS / MAESTRÍA INTERDISCIPLINAR EN TEATRO Y ARTES VIVAS – FACULTAD DE ARTES UNIVERSIDAD NACIONAL / Gesto: Relinchario: todo sobre la mesa  / Artista: Daniela María Gómez Trujillo  / Directora de Tesis: Alejandra Marín Pineda / Apoyo: Sara Idarraga, Guadalupe Errázuriz, Santiago Londoño, Danielito Bang, Jacobo Santiago y Juan Camilo Forero/ Música: Las palomas de Edson Velandia y Adriana Lizcano; Las consecuencias de Enrique Bunbury. 

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Relinchario es una evocación de gestos cotidianos, gestos que suceden al interior de una familia, una casa, un apartamento, un parche de amigos, como poner la mesa día tras día, comida tras comida. Relinchario es también una manifestación de gestos extraordinarios como leer su propia poesía, cantar canciones de otros y saltar incesantemente mientras se relatan dolores, ahogos, amores y aventuras. Relinchario es una evocación de ausencias. Es una evocación de rabia comprimida y deseo. 

Llegamos a la librería Danielito Bang en Teusaquillo calle 37 con carrera 18A en Bogotá, para asistir a uno de los últimos gestos presentados en estas dos semanas intensas del X Encuentro Internacional de Artes Vivas. Nos sentamos todes en sofás, sillas y butacas, que están esparcidas en una de las salas de la librería; no parece haber ningún frente hacia donde mirar, hay música de fondo, conversamos, nos actualizamos un poquito con personas que no veíamos hace rato y con otres con quienes nos hemos visto más seguido en estas muestras. Cuando se baja el volumen de la música acogedora, Daniela, que está sentada como una invitada más, empieza a hablar y ya nunca más va a parar, ni cuando se escucha el silencio, ni cuando somos nosotros quienes hablamos, ni cuando se queda quieta.   

“¿A qué renuncias tú?”, nos pregunta a los espectadores. Nadie contesta. Nos da tiempo físico, tiempo real, para pensar y elaborar. ¿A qué renuncio yo? Entonces nos pide que cerremos los ojos y nos hace otra pregunta: “¿Qué dulce te conecta con la infancia?” Con esta pregunta los espectadores nos sentimos más en confianza para hablar en voz alta y se escuchan una cantidad de dulces: manzana acaramelada tumba brackets, solteritas, lecherita, pulparindo, leche en polvo con azúcar, pirulito, bon bon bum de lulo, quipitos, frunas, arrancamuelas, supercoco, algodón de azúcar, guayabitas, oblea, bocadillo, helado la campiña en baloncito, cocadas, gelatina con leche condensada, milo, milán de menta, masmelos, y otro montón de dulces conocidos y desconocidos, porque los dulces, como el lenguaje, parecen ser territoriales.

La artista se acerca a una mesa larga donde están sentadas algunas personas alrededor y donde yacen unos cubiertos abandonados y amontonados. Daniela le pregunta a una de las espectadoras: “¿cómo se pone la mesa en tu casa?”. Después le pregunta a otro y a otre y a otra: que si ponen la mesa, que cómo la ponen. Escuchamos diversas maneras de poner la mesa por parte del público y después dice que, como parte de su investigación, esto ya lo ha preguntado antes y que tiene una colección de respuestas. Nos cuenta  anécdotas de otras personas sobre formas de poner la mesa, sobre comportamientos en la mesa que a veces avergüenzan, y sobre casas y comunidades donde no hay mesa de comedor, porque se come en el piso. Daniela dice que ella, hasta cuando está sola, pone la mesa y continúa explicando que, aunque esto la haga sentirse más sola, lo sigue haciendo  porque cree que, llevando a cabo este ritual, se conecta con otros seres que están lejos, en otras partes. 

Le pide a una de las espectadoras que, utilizando los cubiertos que allí se encuentran, nos muestre cómo pone la mesa en su casa. Ver tocar y escuchar esos cubiertos me llena de recuerdos y de mesas. De nuestras muchas mesas puestas. Ver los movimientos de un espectador al organizar esos cubiertos me lleva a pensar en cuánta coreografía cotidiana hay en esas dos manos, mientras alcanzan los individuales y los cubiertos para distribuirlos en la mesa: mientras una mano está poniendo algo, la otra hala, agarra, sostiene, trae, organiza. En esa escena de los cubiertos, dice que solo su mamá pone un platico debajo del vaso de jugo y un plato pando debajo del plato de la sopa. De la nada, de la forma más natural posible, casi sin cambiar de tono, sin transición, se ha alterado un poco el ritmo, ha vertido la conversación en poesía: 

Sala comedor 
madera turquía en comején  
cuando quise sentarme a comer
corrí la silla que tomé por el espaldar
y se me quedaron en las manos las barandas
y a los ojos la silla de aquel comedor desbaratado.
Hay seis puestos para tres personas
hubo cuatro alguna vez 
Hay seis puestos 
pero nadie pone la mesa 
Hay seis puestos 
pero se regó el chocolate
Hay seis puestos 
pero comamos en el cuarto 
Hay seis puestos 
pero nadie sirve como tú
nadie sirve como yo 
nadie, salvo tú,
pone plato bajo el vaso de jugo
bajo el plato hondo de sopa
cuchara extra para postre
la servilleta debe irse doblando 
a medida que se limpia usted
no la arrugue 
no la haga una bola 
dóblela como un origami 
hecho sin querer. 

Ahora Daniela va subiendo encima de la mesa con todo su cuerpo boca abajo, se va deslizando suavemente con las manos, los brazos, la cabeza, el torso, la cadera, las piernas. Se va arrastrando serpenteante, mientras agrupa esos cubiertos que ahora están dispersos, alcanzándolos y trayéndolos con la boca, con la frente, con un codo. Los tenedores van quedando debajo de su abdomen, todo lo hace lento, no hay sangre aunque huele a riesgo, solo hay tiempo y otro tipo de poesía: una cuchara que alcanza con su rodilla, un cuchillo que trae con su mentón, la cuchara que desliza bajo el tenis. 

Después desciende a la tierra y con seguridad, como si fuera su manera de peinarse todos los días, se va clavando los tenedores en el pelo, uno por uno, con el trinche hacia el cuero cabelludo, formando una corona, al estilo Virgen María. Tiene un poquito de rabia y apuro, eso sí. De pronto un tenedor del pelo se cae al piso y ella coge otro de los que están en la mesa para clavárselo. Otro tenedor de su corona cae y ella lo deja abandonado, mientras agarra otro que está en la mesa para ponérselo. Y es ahí cuando se ensancha a hablar de las renuncias, dice algo así como “me estoy conteniendo con todas mis fuerzas para no recoger esos tenedores que se me cayeron. Llevo años recogiendo compulsivamente lo que se me cae. Renuncio a recoger. Renuncio también a tender la cama todas las mañanas, tantos años dejando la cama perfecta, templando sabana por sabana, cobija por cobija, esas cobijas que se compraron en Marulanda Caldas, cuando lo que quisiera es coger todas esas cobijas en masa, halar una sola vez, y salir a la calle”.  

¿Quién pone? ¿Quién sostiene? ¿Quién prepara? ¿Quién barre? ¿Quién quiere dejar de sostener, ordenar, poner? Me hace pensar si nos perdemos entre tanta disciplina. En qué momento descubrimos lo absurdo de tanta compulsión recogedora, ¿en qué momento quedamos atrapados en ella? ¿Qué es lo que se prepara en la limpieza, en la organización, en el ritual, en la repetición?

Mirando a los ojos al espectador, a la espectadora, al espectadore, va copiando la organización de los cuerpos que tiene al frente, al lado o en diagonal, revisando la distribución del peso en los pies y las caderas de cada interlocutor, la manera de cruzar sus manos o de apoyar un codo, la inclinación de la cabeza, e imita esas maneras de sentarse, o de estar recostado en la pared, y las maneras que tiene cada persona de observarla, parpadear, voltear la mirada o sostenerla. Es como si la conversación se hubiera trasladado hacia el peso de una mano, hacia la caída de los hombros o hacia el cruce de las piernas.

Mientras organiza su propio cuerpo con respecto a los espectadores, suena “Las consecuencias”, de Enrique Bunbury, el vértigo es la perfección de la belleza. También van brotando gestos que desarrolla y frena, gestos de frustración, espanto y risa, ¿por qué siempre conviene alegrar a la gente?, gestos de impotencia, desazón y dulzura. Lo combina todo con sentimiento y extrañeza, para asustar un poco.  

De esos movimientos sutiles de espejo, imitación y copia, alternados por esas contorsiones maltrechas que se prenden y se apagan, comienza a dibujarse Daniela y solo ella, se hace visible su manera particular de moverse, porque ¿quién más, sino ella, cogería esos tenedores para lanzarlos lejos y con fuerza? Lanza, ataca, tira a la pared los tenedores uno por uno, tira sin blanco, pero tira lejos. 

Pasamos a otro espacio y ahora Daniela salta hasta que la repetición se apodera de la librería. Atraviesa pueblos saltando, atraviesa estados, está rabiosa por tantas muertes injustas, “¿tiene que pasarle a alguien cercano para que nos afecte?”. Atraviesa el paisaje, atraviesa la rabia del tener que justificarse en las pequeñas ideas, que podrían brotar como flores si no hubiera que defenderlas tanto. Pero Daniela no sucumbe, sigue saltando, sigue hablando, sigue rumiando, escupiendo, denunciando, echando fuego por la boca, cual dragona.   

Con su repetición crea un sentido, mientras tanto nos cuenta cómo va y vuelve entre la casa materna y hacerse mujer; va y vuelve varias veces entre Manizales y Bogotá; va y vuelve entre estar aterrada de nuestras violencias y encontrar sus propias sutilezas. Alterna entre el presente y cargas ancestrales de rabias acumuladas. Decido irme sola hasta los cerros orientales, sola hasta Manizales, a galopar con mi mamá, a las cinco de la mañana, desde Chipre hasta la Francia, desde La Francia a Chipre. 

Atraviesa bosques y praderas, ciudades y burocracias, saltando. Porque ahí está esa pulsión de vida que no solo la hace caminar hacia adelante, sino saltar, para sentirse y para hacernos sentir. Incansable, sudando y dando cuenta simultáneamente de lo que le acontece a su cuerpo. El discurso está tejido con muchos relatos mezclados y organizados, hace orden de su caos ancestral como animal, como mujer, como pozo, como colombiana, como estudiante, como rodilla, como artista, como profesional, como pulmón, como hija. 

Lo que hace Daniela con las palabras es un tumbado, mi cuerpo me ha hecho alucinar. Solo a ella se le ocurre desordenar tanto, tan sutilmente y tan atrevidamente el curso de su discurso. Porque lo que escuchamos no es solo la escritura hecha sonido, sino el movimiento afectado por tanta incoherencia en su entorno. ¿Por qué ella tendría que seguir ordenándolo todo, si ya nos explicó que renuncia?   

Hace aparecer una paloma que canta y hace cantar; una yegua que salta declarando su amor y queriéndose quedar ahí, en lo incondicional, omniabarcador, enriquece alma e inagotable si no fuera, porque tiene que pasar al otro cuarto. Al mundo de las medidas, los números, la exactitud, donde las hectáreas hacen parcelas, donde un metro más, o un metro menos hace la diferencia. Todo ebulle y se deshiela en su cuerpo como su nevado del Ruiz. Todo se quema como el Amazonas de nadie. 

La impotencia se suple a punta de poesía y salto, de poesía y sudor, de poesía y latido. 

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Este artículo ha sido escrito y publicado en el contexto del proyecto «el cuerpoeSpín en la escena 2023», con el apoyo de la Beca Estrategias Novedosas del Programa Distrital de Estímulos de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá.


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