Malditas somos – Danzar afuera del mal

Obra: Chanfainas / Artistas creadores: Daissy Robayo, Carlos Romero, Walter Antonio Cobos, Margareth Arias y Jorge Bernal / Autor: Jorge Bernal – Maldita Danza.

***

Adentrarse en la oscuridad. Ser arropadxs por una caja negra. Ausentarse de justificaciones. Despojarse de claridad. Sentí entonces, desde este cuerpo que apropio, que, aunque cada unx de nosotrxs se movilizaba sosteniendo el silencio y la quietud que motiva el acto de disponerse a observar aquello que llamamos Obra, entrelazamos nuestras curiosidades, impulsos y sentidos para navegar aquel juego ritual del que nadie tendría control.

Inmersa y con mi cuerpo despierto, me sumergí tranquila ante aquello que sabía, se disponía a encontrarme. ¿Qué es ‘Aquello’? ¿Una reflexión? ¿Una Sensibilidad? ¿Una colectividad? ¿Una incomodidad? ¿Una perspectiva? ¿Una crítica? En todo caso, una misma, nosotras mismas, mí misma observando desde muchos lugares de mi cuerpo: Primero, un incienso que me abraza la piel, para después sentir que estaba atascado en mi nariz. Un hombre que se alberga en mi mirada viste de blanco y activo controla el sonido de aquella cueva: el sonido de mis pasos, las voces de lxs demás, nuestros cuerpos acomodándose, un ducto que habla mucho, nuestras curiosidades que nunca se callan. Ruido vivo. Luego, en mis nalgas, la vibración del metal traspasa mis jeans, los golpes resienten las comisuras de mis huesos y el misterio agranda mis ojos ante lo que quiero descifrar. Y no estoy sola, otras miradas perplejas me acompañan. El performance nos ha encontrado y nos ha hecho expedicionistas de ese presente, toda una provocación para el espectador que quiere anticiparse al acontecimiento, como yo.

Entonces, se disponen los cuerpos vivos de aquellxs bailarines y actores, que en algún punto emergerían hacia nuestro campo de visión. Pero no se vuelcan con la imagen de ellxs mismxs que hacen “obvio” entender que allí están. Se anuncian con su voz, el saludo de un campesino arriero, el grito de un samurái, revientan el piso con sus pasos, incluso, a algunxs les hablan con el tacto, saludan con caricias, pero no con aquello que creemos certero como lo es la imagen. No necesitamos ver para observar; necesitamos sentir para observar. Pequeña certeza.

De repente, los cuerpos comienzan a arrojarse ante la luz. Les vemos y puedo comenzar a crearlos en mi imaginario. Para este punto, la música me ha conducido en un carro por un camino de herradura hasta llegar a una casa de campo en la que siento que celebro con amigxs, en medio de la nada. En aquella escena, algo me conduce al exterior, a algún bosque torrencial, y como en una pesadilla estos seres me imploran y exclaman, a veces, a modo de demanda, a veces a modo de sufrimiento, otras, a modo de placer, o incluso, confusión. En su arrastre, sin fijar la visión y deambulando los bordes del público, me encuentra uno de estos seres y me entrega una linterna que solía iluminarle el rostro. Entonces me siento parte de aquello, hago que la luz dance y jugamos a que le guío y se deja guiar. Desde aquel momento, no me sentí igual, no me limité a la mirada, mi mano direccionaba la linterna hacia su cuerpo para iluminarlo donde estuviese, pero sentía que no sabía hasta dónde llegar. ¿Cuál puede llegar a ser el límite entre la persona que performa espectando y la persona que performa haciendo? ¿Podría yo entrar al espacio en el que ellxs se movían sólo para conducir más cerca la linterna? ¿Por qué me da tanto miedo averiguarlo? Atravesarme. ¿Entra aquí a jugar aquello que es correcto o incorrecto? O, más bien, este podría ser el espacio sensible que otorga esta clase de permisos. También, me es muy curioso la forma en la que la desnudez nos acompaña y posiblemente interpele, incomode, invada pre-juicios y pre-guntas. ¿Por qué no habita el morbo en mi cuerpo? ¿Por qué no tengo miedo a la cercanía? Pero ¿hacia dónde conduce esta desnudez? ¿No puede ser simplemente un modo de estar al que ya no está adecuada la sociedad? ¿No es legítimo acaso reconocer la manera en la que nos viste la piel?

La atmósfera que se ha construido con la acción de lxs artistas y la disposición de quienes espectamos se atiborra cada vez más de gestos, sonidos, literalidades y caos. Los fantasmas/monstruos humanos que nos acompañan dejan ir sus sensaciones, sonidos y lugares de emisión. El flash de la cámara relampaguea y acompaña aquella tormenta sensorial. Los metales no paran de gritar hacia todas las direcciones. Curiosamente todxs buscan el centro, todxs quieren tener aquel centro, ¿Acaso un centro al que si llego logro nivelar y ser artífice de los sonidos que componen mi terror y mi desolación? La desolación que atravesó ese bosque, ese campo, el grito de ese campesino arriero con el que no podía verme a los ojos, no llega a mi estado de citadina y yo no logro establecerme ni en aquel campo con ‘silencios cargados de ruido’. Tampoco logro llegar al paradigma del samurái o la geisha, en un oriente en el que la quietud es un hábito, y que, para mí, estar tan lenta y quieta me evoca llantos y me hormiguea la calma. Y aunque estamos lejos, Chanfainas existe por el estado rizomático que todxs compusimos en aquel momento, una escena horizontal, sin espectadores que miran hacia arriba, sino que se encuentra con lxs hacedores en el mismo plano. Nos nombramos mal, nos dijimos mal porque fuimos hacia afuera del mal, nos salimos de la regla, de los márgenes, en el túnel de esta Maldita Danza.

Scroll al inicio