Obra: Chulos.
Compañía: Dosson.
País: Colombia.
XI Festival Danza en la Ciudad.
Fecha de función: 20 de noviembre de
2018.
Teatro: Gilberto Alzate Avendaño.
Por Rodrigo Estrada
Otras disciplinas podrán exponer las causas de por qué somos como somos; ninguna como el arte hará una descripción más fiel de nuestra naturaleza. Quizás uno de los mayores aciertos de Chulos, en estos ocho años de circulación, haya sido mostrarle a la gente de este país aquello que ha venido siendo en las últimas dos centurias de vida republicana: un pueblo rezandero, moralista, inclemente y cizañero, pero también alegre, fiestero y ruidoso. En la obra uno puede ver toda esa fealdad que rezuma de las calles de nuestras ciudades y pueblos (fealdad de grito, de madrazo, de piropo obsceno), y también cómo de aquellos escenarios grotescos, y de una manera orgánica, suele surgir una cierta armonía estruendosa que pone contenta a la gente.
La obra fue estrenada en 2010. Recuerdo haber sentido, al verla en una de sus primeras funciones, una extraña mezcla de desazón y alegría. También sentí una admiración sincera por el pulso y la fuerza con que la bailaban quienes interpretaban esa primera versión. Secretamente, tuve deseos de participar en el proyecto. Después, por un cruce de circunstancias, estuve dentro. Creo haberla bailado unas veinte veces. En cada función me volvía un animal que peleaba por lo suyo, que desgarraba, que sometía y que al final se desesperaba. Y no se trataba tanto de actuar de tal o cual forma; me parecía más bien que tenía la posibilidad de liberar el demonio que vivía encadenado dentro de mí. Otro tanto hacían esos seres que se transformaban conmigo en cada salida. Por el escenario deambulaba el espíritu de lo perverso, lo que de nosotros había de caudillo fascista, de puta, de bandido y de borracho. En el colmo de la confusión y la locura, tras los golpes y los gritos, nos abrazábamos y bailábamos sin importar los vicios de los demás. El chucu chucu nos igualaba: nos hacía olvidar lo terribles que podíamos ser los unos con los otros.
La noche del pasado 20 de noviembre he vuelto a ver la obra, esta vez con un grupo de bailarines diferentes a aquellos con los que había bailado años atrás. Al tiempo de admirarme de la fuerza y la turbulenta belleza de quienes se movían ahora en el escenario, me resultó inevitable verme nuevamente envuelto en aquella violenta celebración. Me pareció hermoso y terrible ver cómo la obra sobrevivía a sus intérpretes, cómo quienes habíamos estado, y quienes estaban ahora, no éramos más que las formas de una voluntad que nos trascendía. Chulos, aquella noche, mantenía su potencia por permitirle ser (o exigirle ser) a los bailarines lo que en el fondo somos, el pueblo que se revuelve alegremente en el charco de sus pecados.
Este año Chulos ha ganado el Premio Nacional de Danza del Ministerio de Cultura. La directora, al final de la función que se realizó en el marco del XI Festival Danza en la Ciudad, le dedicó el premio a Colombia. Es decir, a quienes nos habíamos estado viendo reflejados en toda aquella historia de maleantes y felices raspafiestas. El premio es merecido por las virtudes de la pieza y por sus bailarines, pero también por el empeño y la terquedad con que Natalia Reyes (directora general) y Jesús David Torres (director de arte) han mantenido a flote este proyecto. No son muchas las obras que resisten el paso del tiempo. Chulos seguirá resistiéndolo, pues nosotros, que no dejaremos de ser lo que nos ha tocado en suerte, nos miraremos siempre en ella como si fuera el espejo de nuestras muertes y nuestras parrandas.