Silvestres y Salvajes

Identificar el deseo. Entrenarse en reconocerlo y en dejarlo ser…
Inhibir cualquier reacción venida de la razón. Incorporar, No interpretar!
Extracto del Manifiesto para un devenir animal – vegetal de Silvestres y Salvajes

Silvestres y Salvajes se presentó este año en el teatro Funámbulos como resultado de una residencia artística realizada allí mismo por los bailarines de la obra, y en La Factoría, en el marco del V Festival Pliegues y Despliegues. La versión que vi es la que se llevó a cabo en Funámbulos. Los creadores e intérpretes son Mateo Mejía, Rebeca Medina, y Sofía Mejía. La música la compuso Jorge Zárate, en colaboración con Mateo Mejía, y el diseño de iluminación estuvo a cargo de Eduardo Oramas, con el apoyo de Rafael Chitiva. El tiempo real de la obra fue de una hora. Fue una experiencia rastrera y táctil.

La obra no se desarrolló en el teatro de Funámbulos que se encuentra bajando las escaleras, sino en un cuarto al lado del lobby, en lo que algún día fue la sala de una casa. Cuando se abrieron las puertas de esa sala los espectadores debíamos encontrar un lugar en ese piso de madera sin sillas y distribuirnos como quisiéramos para observar tres cuerpos recogidos. Daba la sensación de algo caliente porque estábamos muy cerca de los bailarines y de los demás espectadores. Rebeca estaba dentro de una chimenea, casi desnuda y con una enredadera de luces pequeñas en su cabeza. Sofía en una esquina, acurrucada, y Mateo invertido, apoyado sobre sus hombros y con los pies reposando en la pared. ¡Cuántas horas transcurrieron ahí viéndolos estar, siendo observados, siendo sentidos! Creaban un estado común entre los espectadores porque no quedaba más remedio que esperar juntos a que algo sucediera, mirarnos mirar, escucharnos respirar. Ya estaba sucediendo de todo en esa quietud, en los ojos que no podíamos ver de Sofía y de Rebeca, porque estaban hechas ovillos, y en los ojos de Mateo que podíamos ver, pero que permanecían cerrados. Se trataba solo de estar ahí compartiendo el tiempo mientras veíamos o no, a Sofía apoyada en el suelo, a Rebeca en la chimenea y a Mateo resistiendo con la respiración visible e inaudible contra la pared. Ese fue el primer momento extenso para llegar, para contemplar a cada uno fundiéndose con el  espacio, haciéndose planta, bicho o fuego. Y después vino un audio con un texto larguísimo extraído de Las olas de Virginia Wolf, leído por una mujer, hablando de ser animal, de fluir, de ser comida, de transformarse, mientras los cuerpos seguían vivos, pero quietos.

Años después, Mateo comenzó a moverse lento, contenido, en esa posición difícil, aún con los ojos cerrados. Sus pies, deslizándose por la pared, rozaron a un espectador que estaba cerca de él, y ese espectador no tenía a donde moverse, o no quería moverse, porque todo estaba tan en silencio y seguro, que no quería volverse él, el bailarín, pero estaba siendo sutilmente tocado y siendo visto. Después los brazos de Sofía se movieron, parecían fibras y se volvieron verdes y cafés, acompañados por una luz que transformaba la naturaleza en poesía. La luz que le llegaba a Sofía salía de un celular que manipulaba Eduardo Oramas con una mano, mientras con la otra tenía una ramita de 10 centímetros. De una forma cuidadosa e imperceptible, a pesar de estar ahí totalmente visible para todos, a dos metros de la bailarina, Eduardo expandía el movimiento de Sofía y de la rama. Tanto en la sombra reflejada en la pared, como en el cuerpo que se movía, Sofía ya no era su pelo crespo y abundante, sino follaje, no había brazos sino tallos, no había torso sino espesor, no era ella sino flora.

Más tarde, Eduardo comenzó a abrir una puerta que estaba en el piso de madera y su mano le daba todo el significado, no era un mecanismo programado, ni un efecto eléctrico, era una mano haciendo la luz, generando una atmósfera, una espera, un momento, abriendo una caverna, un subsuelo, una capa debajo de la capa, algo que nacía desde abajo. Pensé todo el tiempo que los bailarines iban a surgir desde esa puerta, pero solo nació la luz, y ellos aparecieron en cuatro patas cuando se abrieron otras puertas para siempre, y más luz de amanecer se proyectaba desde la otra sala, ensanchando el espacio, expandiendo el campo, calentándolo. Moviendo la columna como si cada uno fuera una larva, una onda, una serpiente, un toro, un caballo, algo fluido e imparable, los tres cuerpos se desplazaban, abriéndose espacio entre los espectadores sentados y parados, oliendo y rozando. Algunos espectadores acariciaban y se acercaban para ser tocados.  Cada movimiento de cualquier persona del público era sentido, componía el estado, la cosa: los pequeños retrocesos que hacían para dejarlos pasar, las pequeñas acomodadas anticipando sus recorridos, los pequeños gestos para acercar la mano y sentirlos. Tocar o no tocar; el espectador era convocado a eso y, hasta los que no nos acercábamos mucho, éramos parte de esa manada, de ese terreno vertiginoso.

De la quietud pasamos a un movimiento frenético, a tener que acomodarnos permanentemente, a verlos en cuatro patas a la velocidad de los cetáceos. Y después el contacto entre Rebeca, Sofía y Mateo succionándose, lanzándose, fundiéndose, agarrándose de la piel, halándose. Los mecanismos una y otra vez estudiados surgían espontáneos, arriesgados, se escuchaban, se escabullían, se expulsaban. Surgía lo mágico y el instinto. Hasta la muerte natural. Quedaban exhaustos sin poder hacer nada sino respirar. Ese juego se veía animal, pero era también muy sofisticado por la manera como se halaban la carne, se compartían, se abandonaban y de repente uno envolvía al otro, o lo sacaba fuera de sí hacia el espacio. Y cada uno lo hacía muy distinto, resolvía a su manera, ablandando o ensanchándose, pero la energía era pareja. Y cuando pensé que podía faltar mucho para que se terminara, por ser una estructura abierta a la improvisación, se acabó con Sofía y Mateo extenuados y la imagen de Rebeca sola otra vez, hecha ovillo, frágil y echando chispas, un final perfecto en el momento justo.

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