Antes de que aquellos seis cuerpos se ofrezcan unos a otros en un banquete erótico, sugestivo e inquietante, antes de poblar el escenario de nalgas, sexos, vellos, senos y axilas, crean un tejido de absurdidad que apenas le puede a uno caber en la cabeza. Se mueven extrañamente, arman juegos ridículos, se contagian de idiotez, y bailan a todo vapor, atontados, bajo el gobierno de un ritmo que los somete y los envilece, como a esclavos de una sociedad frenética. El que escribe esta nota piensa que en algún momento las cosas han de arreglarse; que han de acogerse a alguna pauta de sensatez, en donde nos dirán que aquello no era más que una broma. Pero antes que eso, ellos acaban por llegar a un punto muy alto de estupidez.
Y justo en el momento en que uno se pregunta de qué se trata el asunto, por qué nos han llevado allí para eso, hay una especie de explosión: es que aparece el cuerpo, y la sensualidad y la voracidad, y la piel y la piel. Kilómetros de piel, de un lado al otro del escenario; la piel en el pecho, en la espalda y en los pies; la piel del sexo, la de los costados, la que cubre las clavículas y los bordes internos de las piernas, y la de las rodillas. Emerge un erotismo que se extiende exageradamente a lo largo de todo el tiempo que le queda a la obra, un erotismo que, a pesar de su presencia, no se desvanece. Y la música, que también insiste a cada segundo, con un golpe monorrítmico, constante, a riesgo de ser agotadora o de desaparecer, acaba por entretejerse felizmente con cada coreografía. La música y la danza, en este caso, no combaten, no se pisan, no se dan la espalda (aun si pensamos en el inverosímil comienzo de la obra), sino que se quieren y se ajustan una a la otra; y reafirman esa armonía con la presencia del video, al que uno olvida de vez en cuando, pero que no deja de sorprender cada que se dirige la mirada hacia él: se encuentra uno allí con una fila de teletubbies atravesando un paisaje lunar (absurdo), o con los labios de los propios bailarines que se acercan para devorar un manojo de cerezas (delicioso). Y, por cierto, las coreografías son suficientemente modestas como para que podamos seguir viendo el cuerpo en esa máxima sensualidad. Y poco a poco se va haciendo más fuerte la idea de que han ido ahí para comerse de muchas maneras posibles: para olerse, trincharse, pellizcarse y morderse impúdicamente, sin restricciones.
Bon appetit!, de la compañía La Halte-Garderie, se presentará una vez más hoy viernes 24 de mayo, en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán, a las 8 pm, en el marco del III Festival Impulsos de Bogotá.